Críptico viene de cripta

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Entonces la chica empezó a recitar en voz alta y me enredó como una bufanda en el cuello. Cada verso que goteaba de sus labios era como un hilito más de tela que se iba cosiendo a mi faringe y de repente me sentí más abrigado con sus relatos. Puse resistencia, pero no hubo caso: me derribó apenas pronunció la palabra "críptico". Un espantapájaros (¡Gracias, Girondo!) a sus espaldas, descalzo y famélico, le soplaba los textos al oído. Ese sábado 19 de junio a la 01:37 horas no había en el mundo una persona más radiante que ella. Y nadie, en su sano juicio, me lo puede discutir. No hay relojes que alcancen.

Llevaba un atado de Camel que nunca se rendía, un Nokia sin tapita y una Quilmes de litro en la mano. Nunca Naomi Klein estuvo más equivocada sobre el poder de las marcas. Fumaba como una locomotora a vapor. Aspiraba canciones uruguayas y las transformaba en humo. Revolvía unas hojas revueltas, frente a un público hipnotizado, listo para vestir santos.

A su alrededor la apañaba un círculo de poetas 2.0, con sus libros editados, de esos que se consiguen a cambio de unos pocos papelitos. Los poetas son perdedores que nunca pierden. Cada uno es la poesía que escribe. Hay poesías tristes, alegres, cómicas, rockeras. Hay poesías desnutridas y poesías excedidas de peso. Y los haikus son para los tímidos, definitivamente. Los haikus se anticiparon al Twitter. Somos lo que escribimos. Apenas otro ladrillo más en el muro de Facebook.

La cita era en la calle Vallejos, devenida en embajada entrerriana por un rato. Había probabilidades de chaparrones, de besos fumones y secas mojadas. Ahí donde Nazca se ensancha -como mi pecho- habían cuadros, fotos, títeres, tangos de Piazzolla en un Winamp abandonado, pan casero y tajosqueayerconocí. Vinos finos y cervezas cabezas. Zapadas desde las entrañas de un sótano gris. Nunca odié tanto a Silvio Rodríguez y sus arpegios impolutos como aquella noche, incluso sin tener un sólo disco suyo en mi casa.

El 110 no me falló a la vuelta. Llegué a mi casa con las lentes de contacto más húmedas que de costumbre, oliendo a cigarettes & alcohol, y con una bufanda distinta, una bufanda mágica tejida con sueños ajenos. Un souvenir, un trofeo de guerra, un amuleto. Mi gato no me reconoció. Pero se entusiasmó con el perfume desconocido que traía y empezó a ronronear. Me acosté pensando que de buitre no tengo ni una pluma. Las aves rapaces no son lo mío. A lo sumo soy un gallo desfasado que canta por las noches y despierta a todo el vecindario, un búho que trabaja hasta los feriados o un águila anoréxica, como el logo de los Die Toten Hosen. Pero nunca un buitre. Puse Via Chicago de Wilco en mi habitación y me dormí, agradeciéndole a Don Oliverio, otra vez más. Ahora siento que tenemos algo más en común con el poeta surrealista: a mí también me gustan las mujeres que saben volar.

Nicolás Igarzábal