532 bondis

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Me tomé 532 bondis para verte

Interurbanos, interbarriales

De larga distancia

Cama

Semi cama

Me saqué la Sube

y le cargué 100 pesos

Me fui a Retiro

Me fui a Liniers

Me tomé el Sarmiento

Me tomé el Roca

Me estudié la Guia T

Hice todas las combinaciones de subte posibles 

Salté molinetes

Recorrí vagón por vagón

Me compré estampitas y chocolates Hamlet

Me tomé el Metrobus

Me fui a Ezeiza

Te compré golosinas yankis del freeshop

Me fui a Aeroparque

Te traje chocolate de Bariloche

Te traje alfajores de Córdoba

Me tomé otros 532 bondis 

Pero así y todo

nunca te pude encontrar

del todo

No intentes darme un beso

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La Oliveña es mi poeta preferida, aunque me diga que nunca sacó el carnet. La última vez que la vi, traía un cuaderno Gloria con unos textos que le hacían honor a la marca. Me hizo un set solista en un bar, un unplugged con covers de otros escritores, que recitaba en versión bossa nova. Concierto íntimo e interactivo, mientras me guardaba esas imágenes en el disco rígido de mi cabeza, con backup y antivirus incluidos, para que no me hackeen los recuerdos.

La charla iba más rápido que un partido de ping-pong entre Federer y Nalbandian. Viajábamos de su Olivos a Gualeguaychú, pasando por La Plata, Colegiales, Boedo y Flores, en cuestión de segundos. El menú del micro era cerveza con maní y alguna que otra papa frita. Chris Cornell cantaba para nosotros en mute. Las piezas del Tetris encajaban perfecto, batíamos récords de puntaje.

Hablamos de teléfonos pinchados -como muñecos vudú-, de la mesita de luz que construyó Fabián Casas en la habitación de tantas personas y de la biografía de Washington Cucurto que nadie escribió todavía. Recordamos recitales que nunca fuimos, el kit de Juliana periodista y el 3 a 1 de Boca-Chacarita, en el Apertura 2000, con un golazo del Tweety Carrario. Bailábamos como Hendler en Los Paranoicos, cuando un hombre nos quiso vender estampitas religiosas. No sabía que estaba frente a dos agnósticos con diagnósticos reservados.

A la salida, le declaré mi amor platónico, socrático y aristotélico. Y en la esquina alistamos los brazos para el abrazo-impacto. Cortázar se murió de amor, Nick Drake se murió de soledad; yo me moría por darle un beso. No me quiero ir a los 25 años, como Caicedo, sin haberle robado un beso blindado de su caja fuerte. Pero ella dicta toque de queda, y a mí me queda de toque. Una derrota que hubiera predicho hasta el pulpo Paul. Si el amor es un francotirador, que sea con balas de salva, por favor. Quiero escalar en su cuello y acampar ahí hasta que pase el invierno. Le quiero desvalijar el alma.

Toda la escenografía de Plaza Serrano estaba montada para nosotros. El arenero desierto, la luna rosa, los bares vacíos escupiendo extranjeros borrachos de sus interiores, y los camiones de basura que nos querían barrer hasta la vergüenza. Eran las siete de la mañana: la resaca de la resaca de la noche. Atrás nuestro pasaba el 37, la parca en pantuflas se iba a servir un vaso de leche de la heladera y el espíritu de Fabián Polosecki entrevistaba a un nene que se tapaba con cartones.

Después alguien nos robó la calle Uriarte y un taxista hizo un comentario desubicado. Volví a mi casa lamiéndome las heridas, escribiendo poesías en formato SMS y pensando qué marca de habanos fumaría Casas. Me topé con chicos de guardapolvo blanco, que iban al colegio cargando el cuaderno de comunicaciones en la mochila. El canillita me entregó el diario en la mano, se ahorró agacharse para tirarlo debajo de mi puerta. Sus cervicales oxidadas me lo agradecieron. En mi cuarto, la pila de libros del escritorio superaba a la de discos. Puse uno de Daniel Durand arriba de todo y la torre tambaleó como un Jenga.

En mi computadora ahora tengo un mail suyo, cosecha 2008, con el asunto: "Aloe Vera", una canción llamada "Justo a mí" y un archivo de Word tiritando, pidiéndome a gritos que lo rellene -como al pavo de Navidad- con algún texto cursi. Mejor que me apure a escribir algo. Tengo un título tentativo: "No intentes darme un beso". Ese puede andar, sí.