
"Casas justo estuvo hace un rato", avisó el vendedor, y no pude evitar preguntarle, cual groupie literario, qué libro se había llevado. Me respondió que uno de Steven Millhauser. Y me contó que iba a ser papá, que estaba asustado y contento. O contento y asustado, depende el día. Me guardé el libro y me fui repitiendo ese apellido en voz alta: Millhauser, Millhauser, Millhauser. Mi mochila adolescente de Nirvana rebasaba de poesía y no había escoliosis que valiera. Cobain se peleó con Casas, pero lo dejó entrar por el bolsillo izquierdo. Seattle se transformaba en Boedo. Es más, juraría que la carita amarilla del logo de la banda, en vez de sacar la lengua, me sonrió. La traía llena de cuadernos, discos, un diccionario desnucado, un paquete de Frutigran recién abierto y unos papeles que escribí con los dedos de los pies. Estaba más pesada que nunca.
Entonces fui atando los cordones de las calles hasta llegar a la parada del 124. El colectivo cruzó Callao y se lo tragó Lavalle. Viajé con Moris sentado al lado mío, cantándome en MP3 Ciudad de Guitarras Callejeras, haciendo algunas paradas imaginarias en Campana, José León Suárez y Dock Sud. Bien bonarense el paisaje, como si lo hubiera pintarrajeado Mariano Llinás. La gente hablaba tan fuerte por celular que tapaba el ruido del motor. El barullo de los ringtontos era más atroz que un concierto de vuvuzelas. El conductor estaba escuchando el partido de Alemania contra uno de esos países africanos a los que no le exportamos jugadores a sus ligas.
En el trayecto del viaje, unos carteles gigantes me decían que tenía que ver Toy Story 3 y comer una nueva hamburguesa de McDonald's más grasosa que la del mes pasado. Una pintada con aerosol, un graffiti ninja sobre Jean Jaurés clamaba "Massacre skate rock", pero un justiciero le tachó el "rock". Las propagandas de la UBA me pedían que votara a Degrossi, con un parche en el ojo y un bigote nazi agregado con marcador negro. Eran casi las 9 cuando llegué a Flores. La noche estaba en pañales, y nadie se animaba a cambiárselos.
Casas es rock and roll, psicodelia setentosa y whisky del mejor, reflexionaba en mi cuarto. En sus biografías lo destacan como un exponente de la “generación de los ‘90”. Nunca especificaron si por definiciones cronológicas o futbolísticas. Para mí es un escritor de toda la cancha, de esos marcadores centrales que no aflojan hasta los 90’. La última vez que lo vi estaba arriba de un escenario, cantando Mi Próximo Movimiento con Él Mató a un Policía Motorizado. Creo que era en Niceto. Santiago lo invitaba a subir y el tipo se negaba, hasta que no le quedó otra. No lo conozco, jamás nos cruzamos. Un día me gustaría ir a la casa de Casas, venciendo toda cacofonía, a escuchar Manal mientras nos fumamos uno. Ahí, en República de Boedo, los superjuguetes (rabiosos) duran sólo un verano.
NJI (2010)
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