Mapache

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Mariana vive a la vuelta del Alto Palermo, ahí donde Santa Fe histeriquea con Coronel Díaz, pero nunca concretan. Tiene un departamento, dos tortugas y una soledad de varios kilos. Escribe. Fuma. Produce. Viaja. Va al teatro. Bebe. Sueña. Vuela.

Es periodista Mariana. Una periodista bañada en timidez. Calladita, prolija, responsable, reservada. Low profile, que le dicen. Si tocara en una banda de rock, seguramente sería segunda guitarra. Una George Harrison de ojos celestes y tristones. Una artista con buenas canciones, que le tiemblan las piernas cuando sube al escenario. Ella tiene un potencial increíble, pero a veces no lo sabe aprovechar.

También tiene papá, mamá, hermana, hermano y unos 364 amigos (según Facebook, claro). Corrección: ahora son 365. Se sumó uno más. Mariana es clase ’83, es colegio de monjas, es casa de verano en San Bernardo y es rock. Se fue a Europa dos veces, y ahorra para una tercera. Fantasea con irse a vivir sola, tener una hija que se parezca a ella y un hombre que la sorprenda con In Your Eyes por la ventana, como John Cusack en Un Gran Amor. O -al menos- uno que le explique el final de 2001: Odisea en el Espacio. El monolito, ese puto monolito.

Mari es enroscada, tetona, cinéfila, y no deja nada librado al azar. Duda, teme, se persigue. Qué sí, que no. Lo llamo, no lo llamo ¿Y qué pensarán de mí? ¿Y si les caigo mal? Sale a la cancha sin maquillaje, ropa holgada y anteojos negros para ocultar sus ojeras de mapache.

Un avión y varios aeropuertos me separan de Mariana. Unos 11.082 kilómetros, para ser más exactos. Me acuerdo de ella mientras espero el metro, acá en París, en estos incómodos asientos amarillos. La estación Roosevelt está desierta. Pienso en Mariana, en esa noche que la conocí en El Dorado, y la extraño, más que al dulce de leche, al asado y a los Havannets. Me muero por llamarla, o mandarle un email con cualquier excusa. No puedo. No me animo. Ahora un guía me habla de Gustave Eiffel, de la Bastilla y de las pinturas del Louvre. No hay caso, sigo volando en mi nube de añoranza.

Vuelvo al hostel mejor. Pongo música que -¡zas!- me hace acordar a ella. Coiffeur, Aristimuño, Flopa, Rosario Bléfari, Loli Molina. A mí también me gustan más los solistas que las bandas. Son más personales, más cercanos. Como leer una novela. “Cuando el amor no entra, no empujes, que no va a entrar”, me sopla Gabo al oído. “El amor es bailar”, le responde el enano de Café Tacuba, en el shuffle de mi IPod. Y me voy quedando dormido.

Mañana vuelvo a Buenos Aires. Quiero verla, abrazarla y decirle todo lo que me pasa. Que la quiero mucho. Que la extraño. Que me parece una mina increíble. Y todas esas paparruchadas.

Espero que a su novio patovica no le moleste.

No me banco otro mes con el ojo izquierdo hecho una compota.

NJI (2009)

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