Jorge

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Ni John Lennon, ni Paul Mc Cartney. Mariana era fanática de George Harrison y la banda sonora de su vida se reducía a tres canciones: Something, Here comes the sun y While my guitar gently weeps. De hecho, eran sus temas preferidos de tooooda la discografía beatle. Detestaba las baladas melosas de Mc Cartney y las posturas idealistas de Lennon. Y sobre Ringo no tenía que reflexionar demasiado... Simplemente era Ringo.

La conocí de casualidad, en el show de una banda tributo que se presentaba en el The Cavern de la calle Corrientes. Un amigo me había arrastrado hasta el lugar (siempre fui más del palo jazzero, pero esa noche no tenía mejores planes), así que no tardé en aburrirme y empezar a palpar el ambiente. Ahí registré a Mariana por primera vez; estaba sentada en una mesa del fondo, con una mochila del Submarino Amarillo sobre el respaldo de la silla. Seguía con mucha atención lo que pasaba en el escenario, aunque en realidad sólo miraba al guitarrista que ocupaba el rol de Harrison. Le divertía buscarle los errores y, entre pifie y pifie, me acerqué a su mesa.

“Estoy esperando a un amigo”, se excusó como para echarme con elegancia. Pero no lo logró; me senté y me presenté. En mis 26 años de vida, nunca había estado tan agradecido de llamarme Jorge como en aquella noche. A ella se le dibujó una sonrisa en el rostro cuando escuchó el nombre y sus ojos se transformaron en un show de fuegos artificiales para mí solo. Se rió, enseguida me rebautizó “George” (cada tres palabras me empezó a llamar así, o incluso preguntaba “¿No es así, George?” y se volvía a reír). Charlamos un rato, la acompañé a la parada del 124, me pasó su teléfono y nos despedimos.

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30 de noviembre de 2001. Ahora debería estar con Mariana de luna de miel en la India, si no fuese porque justo ayer se murió Harrison y los planes se fueron al diablo. Hice los mil y un esfuerzos por consolarla y convencerla, pero me dejó plantado en el registro civil (por iglesia era imposible, ¡Es hare krishna!) y después me trató de insensible. Nos peleamos como nunca antes y me dejó a la semana siguiente.

Volvimos a vernos recién dos años después, en un recital. Me contó que había cumplido su sueño de conocer Liverpool y que había mejorado muchísimo con la citara. No me animé a decirle que había quemado todos los discos de su ídolo, esos que había dejado aquella vez en mi casa (el primero que ardió fue All things must pass, su preferido), pero sí cuánto la extrañaba. Me abrazó. La abracé. Nos abrazamos. Decidimos darnos otra oportunidad y nos fuimos juntos del Gran Rex, sin importarnos cuántos temas más faltaban para que terminara el show de Jorge Drexler.

NJI

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